Mi primera Victorinox

Mi primera Victorinox

Era una tarde lluviosa. Me senté en mi sillón, junto a la estufa, y me quedé un momento en silencio, escuchando el golpeteo constante de la lluvia en los techos. Había algo reconfortante en ese sonido, como una conversación tranquila con el viento.

Tenía conmigo una vieja libreta con anotaciones. Leí algunas frases, pasé de largo otras. A veces, esas páginas tienen el poder de abrir la puerta a un recuerdo olvidado.

Con el tiempo me he dado cuenta de lo valioso que es escribir a mano para ordenar las ideas y los pensamientos. En una época donde todo es digital, tener momentos para desconectarse y volver a lo más simple hace muy bien.

Es como volver a sentarse junto al fuego en una fogata, moler granos de café y empezar una buena conversación con un amigo.

Mi abuelo solía decir que las cosas importantes no siempre llegan con grandes anuncios.
A veces, simplemente aparecen… en el bolsillo.

Frente a mí tenía algunas de las navajas que hoy forman parte de mi colección. Tomé la más pequeña. Al sostenerla, no pude evitar sonreír. Casi podía verme a mí mismo el día que la compré.

Había salido temprano del trabajo. Caminaba por el centro de la ciudad, distraído, cuando pasé frente a una ferretería. En la vitrina había una fila de navajas suizas. No sé por qué nunca había comprado una antes. Siempre me habían llamado la atención, pero por alguna razón lo iba postergando.

Ese día fue distinto. Entré sin pensarlo mucho. Me acerqué al mostrador y me puse a observar los modelos. Había de varios tipos y tamaños, pero no tuve dudas: la clásica, en rojo, era la indicada.

Recuerdo que, mientras esperaba al vendedor, vi mi reflejo en el vidrio de la vitrina. Era curioso: el hombre que estaba allí era yo… pero detrás de ese rostro adulto, había un niño que, por fin, tenía frente a sí el juguete que siempre quiso tener.

No hacía falta explicarlo. Bastaba con sentirlo.

Así fue como compré mi primera navaja suiza. La metí en el bolsillo y salí de la tienda como quien guarda un pequeño tesoro.

Pensé: “Es discreta, nadie se fijará. En el llavero se verá normal”.

Después de todo —me dije—, ¿quién anda con una navaja en el bolsillo?

Qué poco sabía en ese entonces. Y cuántos cambios vendrían después de eso.

Tenerla me despertó algo. No sabría explicarlo con lógica. Era una mezcla de entusiasmo, curiosidad y algo más profundo: la sensación de tener una herramienta útil, versátil… y al mismo tiempo simbólica. Me recordaba a los objetos que uno valora sin saber por qué. Como los libros que marcaron una época, las linternas que alumbraron nuestros juegos, los relojes que nos enseñaron a ver la hora en la muñeca de nuestros padres o abuelos.

No todos los objetos tienen esa particularidad. Algunos simplemente están. Pero otros… permanecen. Y con el tiempo, cargan con un peso emocional que no se puede medir en dinero.

¿Cómo se calcula el valor de un reloj que te enseñó a leer la hora por primera vez? ¿O de ese libro que te abrió la mente a mundos que no sabías que existían?

Así me pasa con esta pequeña navaja roja. Hoy, al sostenerla en mis manos, tiene mucho más sentido y valor que el día en que la compré. No por lo que costó, sino por todo lo que vino después.

Es curioso cómo la memoria elige sus recuerdos. No siempre guarda lo más espectacular. A veces, lo que conserva es lo más simple.

Ese día, sin que yo lo supiera, empezó algo nuevo.
Una historia.
Una colección.
Un camino.

Y ese es el recuerdo que está presente cada vez que la vuelvo a tomar.

Esta es mi primera entrada del Blog y parafraseando algo que una vez escuché…. “cuando tienes más miedo, es cuando hay que saltar”.

JRN

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